martes, 27 de diciembre de 2011

San Silvestre salmantina: Frío ambiental y calor humano

Los momentos previos al pistoletazo de salida de las carreras populares huelen a réflex y linimento. También a nervios contenidos y a adrenalina, suponiendo que tanto unos como otra exhalen algún olor. La gran mayoría de los corredores que concurrimos a estos eventos lo hacemos por el gusto de acabar y no tenemos ninguna opción de ganar nada, pero en cuanto se aproxima la hora nos ponemos nerviosos, no paramos quietos, nos entran ganas de mear, damos saltitos, estiramos las piernas, ponemos nuestros cronómetros a cero y calibramos con la mirada al resto de corredores, aunque eso no quita que nos intercambiemos palabras de suerte y nos deseemos un buen trayecto. Este buen rollo es algo característico en todas las que he participado. Pero hay algunas carreras en las que se huele a fiesta, a ganas de pasarlo bien, a distensión y a entusiasmo desde bastante antes de salir. Corredores disfrazados, amigos haciendo el ganso, ruidosos grupos con vuvuzelas y carracas, sonrisas, canciones y gran ambiente. Esto no resulta extraño teniendo en cuenta que el número de inscritos superaba los 4000, según los rumores y según se palpaba en el Paseo de San Antonio. ¡Vaya cantidad de gente! Nunca había corrido con tanto tráfico. Es lógico que lo haya a la salida, pero pensaba que a partir del kilómetro cinco la densidad de corredores disminuiría. No fue así. Correr una San Silvestre con desahogo es un privilegio que está solo al alcance de los más rápidos. Los demás apelotonados, que por algo somos “del montón”. Pero pude comprobar que esta particularidad, lejos de restarle atractivo, se convierte en un valor añadido y en un elemento más para el disfrute. A estas carreras no puedes ir pensando en mejorar tus tiempos, si no en aumentar tus índices de satisfacción personal por dedicarte a correr. A sentirte revalorizado por el hecho de hacerlo y contento contigo mismo por tener la suerte de disfrutarlo. A saborear la ciudad, a deleitarte con todos los sentidos del privilegio que supone correr por la calle Zamora repleta de corredores y de gente a los lados animando a los valientes, la Plaza Mayor, abarrotada de personal que aplaudía y corredores que la atraviesan dando voces de alegría antes de enfilar la calle de San Pablo y pasar corriendo por delante del Palacio de La Salina, de la Torre del Clavero, con la visión majestuosa de la magnífica fachada del convento de San Esteban que puede verse durante un buen tramo, o los muros mudéjares de la Iglesia de San Polo, pasando al lado de los únicos paños de la muralla que aún se conservan y cruzar el Tormes por el puente romano, lleno de turistas a pesar del frío. Yo había tenido el gustazo de atravesarlo este año corriendo en la carrera CISE que organiza la Universidad, pero mi amigo Pepe, con el que compartí esta singular experiencia no pudo resistir la tentación de correr hacia atrás (un momentito) para no perderse el espectáculo.

Tras la subida por la Vaguada de la Palma rodeando el Palacio de Congresos, cuando parecía que el camino se despejaba, nos volvimos a agrupar encajonados en las calles del barrio viejo y de nuevo a pisarnos las zapatillas unos a otros, hasta que casi sin darnos cuenta estábamos circulando por la calle Doctrinos, frente a la fachada plateresca de la Universidad. Dan ganas de pararse. No es por presumir, pero localicé la rana según pasé por delante. Después la Clerecía, la Casa de las Conchas, la Iglesia de la Purísima, el Palacio de Monterrey… Algunas carreras populares saben a gloria y correr por las monumental Salamanca es un menú para gourmets: Bocatto di cardinali. No tiene parangón.

Y eso a pesar de los cambios de ritmo constantes, los quiebros para no llevarte una jardinera que aparece de repente, los frenazos bruscos para no pisar al de adelante, un grupo que te cierra el paso, un corredor que cambia de trayectoria, aquel que se para, el otro que se agacha… un lío. Pretendía hacer la carrera de principio a fin charlando y compartiendo con mi amigo Pepe, pero nos separábamos y nos perdíamos a cada momento, por lo que tuvimos suficiente trabajo con no alejarnos demasiado de la vista. Cuando llegamos al Paseo del Rollo, a Pepe le entraron las prisas por acabar y dio un demarraje que ni siquiera me molesté en seguir, entretenido como estaba en saludar a mi compañera y amiga Tatiana Martins, la mejor diseñadora de la región (por lo menos), a mi amigo Eloy, el de Macotera y a Andrés García, presidente de la Sociedad Micológica. Este acelerón le valió para acabar a un ritmo de 4’59 el kilómetro, acabando yo a 5’01” con un tiempo total de 50’14”.

La llegada, muy bien organizada, al igual que el resto de la carrera. Bebida isotónica en el patio de los jesuitas y bolsa del corredor. El ropero en el mismo patio. Todo bien colocado. Tan solo un elemento mejorable: Los carteles de las tallas de las camisetas quedaban muy bajos y no se veían entre la multitud de atletas, lo que dio lugar a que muchos se enterasen después de un rato, que habían estado guardando una cola que no era la suya. Esto en verano no importa, pero con el frio helador de ayer, aguantar unos minutos sudado puede ser de pulmonía. Basta con subir un metro los carteles para poder verlos por encima de las cabezas. Lo demás, todo perfecto: La organización, el escenario, Salamanca y, sobre todo, los salmantinos, que abarrotaron las calles durante todo el recorrido, supliendo con calor humano el gélido frío ambiental del invierno charro.

Qué cuenten conmigo para el año que viene y si es posible, que en lugar de bebidas frías e isotónicas nos pongan un calentito y reconstituyente caldo con vino blanco. Pernicotes no faltan en esta tierra y ya sería como tocar el cielo con la punta de los dedos.

martes, 20 de diciembre de 2011

La carrera del tostón, digo....del turrón


Cómo llevo poco tiempo participando en carreras populares y aún me faltan muchas cosas por aprender, ni siquiera sabía que si sales de juerga un par de noches antes de una competición y le echas al cuerpo bien de combustible, luego corres más ligero. Nadie me lo había dicho. En realidad había escuchado rumores de que la fiesta y el deporte eran incompatibles, pero si me guío de mi experiencia, he de decir que conseguí mi mejor marca personal en cuanto a ritmo por kilómetro se refiere, tras una cena de empresa. Y cómo no quiero que os pase lo que a mí, que viváis en la ignorancia, privándoos de comilonas y eventos gastronómicos, sobre todo en esta época del año, os lo cuento para que no sea un secreto sólo al alcance de los iniciados. No menciono las cantidades de vino, aguardientes y cervezas necesarias para alcanzar este éxito deportivo porque cada cual tiene una capacidad en el depósito y sabe hasta dónde puede llegar. Me estoy refiriendo a la Carrera del Turrón, que se celebró en Peñaranda el domingo 18 de diciembre con gran afluencia de público. La cita era obligada por celebrarse en casa. Mañana fría aunque brillante, como corresponde a los días invernales en esta tierra castellana y por lo tanto propicia para hacer el trasiego del vino ya que además la luna coincidía en menguante y así hacían las cosas nuestros abuelos. O sea que antes de correr, a la bodega de Lorenzo a trasegar el tinto. Los vapores etílicos del vino ya fermentado, y algún que otro trago para catar te entonan el cuerpo, al que hay que ir haciendo entrar en calor poco a poco antes de comenzar la carrera. O sea que cambio de hato, zapatillas de correr y a seguir calentando. Cualquiera paraba. Si te quedabas quieto de pasmabas de frío, o sea que no dejé de trotar junto a Manolillo hasta que no dieron la salida.

Carrera corta: Cuatro vueltas a un circuito urbano de 1 kilómetro. Por no andar cambiando de pareja, seguí corriendo junto a Manolillo, tanto es así que entramos en la meta cogiditos de la mano. En realidad este tipo de carreras tan breves no son para corredores diesel, ya que tienen un ritmo muy vivo y si te dejas llevar acabas reventado. Yo prefiero distancias más largas y no lo digo por presumir. En cualquier caso y sin forzar la máquina, pudimos completar el recorrido en 18’20”, es decir a 4,35 el kilómetro, o lo que es lo mismo, casi medio minuto más rápido que la mejor que había corrido hasta ahora. No es para tirar cohetes, porque entre otras cosas tan solo he participado en 10 carreras, pero qué queréis que os diga, me gusta ir mejorando. Por comentar algo del recorrido diré que lo que más me agradó fue ir viendo caras amigas durante todo el trayecto y conocidos que te animaban por tu nombre o que se quedaban sorprendidos al verte pasar, cómo diciendo, “..éste se ha vuelto loco.

En fin. Bonita experiencia. Lo que no tengo claro todavía es si la marca obtenida gracias a la opípara cena, tengo que atribuirla al azumbre de vino o a ese enorme costillar de tostón, doradito, crujiente y jugoso, con ese punto exquisito que sólo saben darle en mí pueblo, pero prometo averiguarlo para la San Silvestre Salmantina que es el día 26. Me entrenaré debidamente en las cenas de nochebuena y navidad.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Menú navideño


Aquel año, mi padre se presentó en casa con un hermoso cordero para la cena de Nochebuena. Lo malo es que había que matarlo. Los tres niños de la casa nos opusimos a ello con llantos y pataleos. Hasta la abuela veía en el cordero una reencarnación del “Agnus Dei” de las estampas. Con el paso de los días el animal se fue aborregando y campaba a sus anchas por toda la casa. Mi madre aguantó que no dejase ni un fleco de las faldillas, lamiese las cortinas y que llenara de bolitas el pasillo, pero puso el grito en el cielo cuando la emprendió a mordiscos con el relleno de los cojines. A la abuela se la cayó la venda de los ojos con el cordero místico, tras comerse el susodicho de una sentada una biblia ilustrada de principios de siglo, de la que sólo se salvaron algunos versículos del Apocalipsis. El regalo del pastor volvió al redil de éste nada más pasar los Reyes.

Al año siguiente algún vecino bromista nos llevó a casa un pavo enorme. Vivo, claro. Posiblemente mi padre pensara que el aspecto de estos animales no incita a la ternura y de ese modo se evitarían las protestas infantiles, por lo que se dispuso a matarlo como se matan las aves, con un corte en la cabeza. Para ello solicitó que los niños agarrásemos al pavo de las patas, mientras él lo sujetaba entre sus piernas. El pavo al sentirse herido comenzó a patalear logrando zafarse de la sujeción de los niños y arañando de paso a mi hermano pequeño en la cara. La bulla y la alarma de la sangre en la cara del chiquillo provocó que mi padre soltase el pavo para atender lo que parecía una aparatosa herida. El pavo comenzó a revolotear por toda la cocina rompiendo una pila de platos que había en el escurridor, varios vasos, el azucarero de cristal y volcando además una sartén con aceite sobre mi madre, que había acudido al reclamo del griterío. Tras varios minutos interminables de cataclismo, de chillidos, llantos y griterío de chiquillos, voces de mayores y glugluteos de pavo que intenta zafarse, la sangrante herida de la cabeza de ese fénix, que parecía revivir cada vez que mi padre estaba a punto de cogerlo, hizo por fin el efecto deseado y dio con el pavo encima del fregadero, dónde acabó sus días no sin antes haber salpicado de sangre al estilo “gotelé” toda la cocina, que para más desgracia no estaba alicatada. La escena era digna de una película “gore”: La sangre del pavo en las paredes, el techo, el mobiliario y las ropas de todos los presentes, el arañazo en la cara de mi hermano que no paraba de llorar, mi padre con el cuchillo ensangrentado aún de la mano y cara de Jack Nicholson en El resplandor, la de mi madre con el mismo espanto que Shelley Duvall pero con la falda hecha un pingajo, el suelo resbaladizo de aceite y blanco de azúcar, los platos rotos, los vasos de cristal en mil añicos y sobre todo la cabeza del pavo colgando por fuera del fregadero hubiesen hecho las delicias de Kubrick o Brian de Palma, director de Carrie.

Desde entonces es tradicional en nuestra casa que el plato fuerte de la cena de Nochebuena sea el “bacalao al ajo arriero” y de postre turrón del blando. Pero esa es otra historia.