Para terminar algo, antes hay que empezarlo. Eso pasa con todo, incluso con las crónicas. Comenzar es la parte más costosa, la más dura, hasta el punto de que arrancar podría ser un 50 % del trabajo. El otro 50 %, terminarlo. Pues bien, otra media empezada, y afortunadamente terminada. De momento llevo cuatro y todas ellas en distintas capitales de Castilla y León: Segovia, la primera y la más emotiva, Valladolid la segunda, Salamanca hace quince días y León la última. Aquí os dejo mis impresiones. Mañana fría en León. Mejor dicho, muy fría, casi de pleno invierno. Lo peor, el aire helador que soplaba desde la montaña. El frío me incomoda, pero aún más lo hace el viento, que traspasa la camiseta sudada y te deja como un carámbano. Pero ya lo tengo claro, prefiero llevar puesto el cortavientos aunque me toque anudármelo a la cintura a mitad de carrera, antes que pillar un catarro. Cuando llegue el verano me quejaré del calor.
Frío también el cuerpo, puesto que no calenté previamente, hice unos ligeros estiramientos y decidí ir cogiendo el tono en vivo y en directo. Preferí pasar ese rato con Carmen. Total, estaba solo, una media se hace larga y no llevaba más pretensión que la de acabar entero. En realidad me inscribí por ver si podía volver a revivir las buenas sensaciones de Salamanca en la que me quedé con ganas de más y no era mala opción León teniendo en cuenta que ese fin de semana iba a estar en Benavente y que el lunes era festivo. Así podría darme el gustazo de unos vermúts de grifo en el Barrio Húmedo con mi amigo Javi Piñán y un botillo, si hacía al caso, para comer. Pensando en lo que iba a beber al terminar, me dieron ganas de mear casi nada más dar el pistoletazo de salida, por lo que fui entretenido viendo las posibilidades que tenía, sin alejarme mucho del circuito. Realmente, en plena ciudad no son muchas, a no ser que pilles un bar abierto. En estos pensamientos fui dejando atrás La Corredera, San Francisco, Santo Domingo, Ordoño, hasta llegar a la estatua de Guzmán el bueno, que con e brazo y el dedo índice extendidos parece decir: Si no te gusta León, por ahí se va a la estación. Pero es imposible que León no te enamore viendo la imponente fachada del Hospital de San Marcos, antiguo hospital para peregrinos y joya del plateresco español, con una decoración profusa plagada de arabescos y rematada toda ella por una crestería que evoca la del Patio de Escuelas de Salamanca. Pude ver su espectacular portada, que se corona con una peineta que bien hubiese merecido una contemplación más relajada. Otra vez será.
Ya en las orillas del Bernesga, en torno al kilómetro cinco salimos hacia una zona de campo abierto para alivio de mi vejiga y de mi soledad, puesto que nada más incorporarme a la carrera, una vez resuelto el apremiante trance, observé, a unos cien metros por delante, dos camisetas de Villoruela. Pues nada, a apretar el paso. Los pillé en la única cuesta del recorrido. Rápido nos presentamos y comenzamos a charlar. Hay una gran diferencia entre correr solo y hacerlo en compañía. Desde el momento que me junté a Raúl y Jesús, la carrera se hizo amable a pesar del helador cierzo que soplaba desde las cumbres nevadas de la Cordillera cantábrica que se veían claras y cercanas desde algunos puntos del itinerario. Entre charlas y chascarrillos fueron pasando los kilómetros. Pasamos por delante de la acristalada fachada del MUSAC, que por sus vivos colores se me antoja una recreación moderna de las vidrieras de la catedral, cómo si el arquitecto se hubiese inspirado en ellas o hubiese querido rendirlas un homenaje en esta vistosa fachada. Nuestro camino nos llevó cerca de la Colegiata de San Isidoro, dónde se albergan algunos frescos románicos de gran belleza, entre otros, el calendario de los meses del año y los oficios asociados a cada uno de ellos. Yo utilicé el motivo correspondiente al mes de septiembre para ilustrar el post “Apología del vino”. Debió ser por aquí dónde veíamos al fondo la Casa Botines, de Gaudí, con ese aspecto de casade cuento flanqueada por cuatro torres de chapiteles cónicos y con el aspecto neogótico que quiso darle el arquitecto a esta joya del arte modernista, otra alusión casi segura al monumento más importante de la ciudad. El edificio Botines es fantástico, pero lo que de verdad te deja sin aliento es la aparición repentina, al revolver de una esquina, del cuerpo principal de la fachada de la espléndida catedral.
Encontrarse de frente con las hermosas arquivoltas de acceso a las naves, el gablete que remata la nave central y el enorme rosetón gótico, es un espectáculo impagable para la sensibilidad y para la vista. Según avanzas hacia ella vas completando su visión a medida que aparecen las torres laterales y entonces comprendes porqué es la más hermosa de las catedrales góticas españolas, la más armónica, la más pura, la más francesa. Es la Pulchra leonina que, ahora, tras la limpieza de su fachada, luce más pulcra que nunca y nos recuerda en su silueta a Reims, a Chartres, e incluso a la mismísima Notre Dame de París. Poco duró la artística visión, puesto que tras un breve callejeo por la zona gótica, salimos de la ciudad para dirigirnos hacia el campus universitario. Pude ver de refilón un cubo de la vieja muralla, ante la que murió atropellado por el camión de la basura el ilustre pellejero Genarín, cuando descargaba su vejiga contra el lienzo de la muralla. Y yo buscando campo abierto. Recordé que tengo pendiente la asistencia un viernes santo a la procesión que honra su memoria con orujo y letanías en verso. Otro motivo para volver.