El juez
clavó en él una mirada odiosa y al mismo tiempo llena de placer, como si ya
viera al acusado subiendo los peldaños del patíbulo. —Ben Sullivan —bisbiseó—,
se te acusa de haber tratado de robar los fondos al recaudador de
contribuciones del Gobierno de este Estado. ¿Qué tienes que decir en tu
defensa? —Que no pude robarle, señor. Yo ya metí la mano, pero no saqué ni un
dólar. —¿Qué sacaste, entonces? —Una liga que el muy villano llevaba escondida
en el bolsillo. —¿Qué...? —Sí, señor juez. Una liga de señorita muy adornada,
color azul pálido, con las iniciales «D.L.» —¡Dora Latimer! —aulló el juez—.
¡Una liga de mi hija! La sala prorrumpió en aullidos y aplausos. La gente se
subía a los bancos. Hubo uno que casi se colgó de la bandera de los Estados Unidos
que obligatoriamente presidía la sala. Otro gritó: —¡Que enseñe la prueba del
delito! ¡Que enseñe la prueba del delito! ¡Queremos verla! Latimer tuvo que
imponer orden a golpes de martillo, unos golpes tan rabiosos que por poco se
carga la mesa. Al fin logró imponer la paz.
Silver Kane.
El templo de los pistoleros.
Hubo un
tiempo en que la biblioteca era un reducto prácticamente reservado para los
notables del lugar. Tenía ese aire de exclusividad de los casinos provincianos,
incluso esa atmósfera de templo sacrosanto al que había que entrar en silencio
absoluto, con la cabeza descubierta y mostrando el carnet de socio.
Hubo un
tiempo en que en los bolsillos del pantalón no se encontraban Kleenex, ni
teléfonos móviles, ni pendrives, en aquel tiempo los habitantes de los bolsos
eran los pañuelos de tela, el paquete de tabaco, el mechero, y, en muchas
ocasiones, una vieja y ajada novela de páginas amarillas que solía convivir en
estrecho contacto con el resto de objetos. Tenían preferencia por el bolsillo
trasero del pantalón, o el de la chaquetilla de trabajo, o los bolsos de solapa
de las americanas.
Y es que en
aquel tiempo, tenía lugar un fenómeno lector de gran vitalidad. Pude ser
testigo de ello en mi pueblo, en Peñaranda. Cada día, un continuo goteo de
personas acudía a los kioscos de la plaza a cambiar la novela. El cambio de
turno en la fábrica de calzado marcaba la hora de mayor afluencia de lectores.
A esas horas, en las que la biblioteca estaba cerrada, los kioscos se
convertían en dispensadores de lectura. Puede resultar paradójico, pero visto
con perspectiva podemos concluir que cumplieron una labor cultural. Se nos
escapa si fue de corto o de largo alcance, pero acorde con la precariedad de
medios de aquellos años oscuros, logró crear, mantener y fomentar la afición a
la lectura, y eso, además de indiscutible, es un hecho que deberíamos ser
capaces de agradecer.
No tenemos
ni idea de cuántos de aquellos lectores se pasaron a otro tipo de literatura, a
otros libros, ni de los que no leyeron jamás otra cosa, lo que sabemos es que
la lectura formaba parte de la vida cotidiana de una serie de personas a las
que le resultaba difícil acceder a ella de otra manera, y que algunos de
aquellos lectores permanecen fieles todavía hoy a la costumbre de leer e
intercambiar novelas.
Con motivo
de esta exposición, hemos podido rastrear y conocer a algunos de ellos, Anibal,
(a decir de todos el más voraz lector de novelas del Oeste, del oeste
peninsular), Mendore, Paco Bercial, Paco Martín, Paco López, Miguel Alfayate, Luis
el Pardillo, Medes, Pedro Bernal, Manolo El colorao, Pepe Nieto, Remi Prieto,
Sebas Salinero, Teodoro…; curiosamente, atrapados todos ellos por un solo
género: la novela del oeste. La ciencia ficción, el misterio, las de espías o
detectives no tuvieron muchos adeptos entre los peñarandinos. Se me escapan las
razones de dicha preferencia. Solo he podido encontrar un lector que se
decantara por la ciencia ficción, Pepe El huevero. Debe ser que los habitantes
de esta tierra también nos sentimos pioneros de un territorio hostil, de un
paisaje árido, de un terreno inmisericorde que no admite medias tintas; que no
nos resulta muy lejana la imagen del cacique poderoso y abusón que piensa que
todo se consigue a base de atemorizar al personal; ni la del llanero solitario
y quijotesco que se enfrenta a las injusticias y que forma parte también de
nuestra tradición literaria; y que no podemos dejar de sentir cierta afinidad
por los tipos duros que se ganan la vida jugándose el pellejo por un amor, por
una deuda, por una afrenta. Perteneciendo como pertenecemos, al lejano oeste
peninsular, algo tendremos en común con aquellos pistoleros que resolvían a
tiros sus diferencias.
En efecto, se notaba que Kelly
acababa de entrar en la vida, aunque lo hubiera hecho con mal pie. En sus
mejillas apenas había empezado a nacer la barba. En cambio los que le apuntaban
eran hombres hechos y derechos. Vaqueros de postín. Gente que tenía un buen
empleo, que dormía bajo techo y que comía todos los días. Kelly balbuceó: —Se
lo suplico. Tengan piedad de mí.
El que parecía mandar el grupo
susurró: —Para eso hemos venido, muchacho.
—¿Me llevarán a… a la ciudad?
—Claro.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Kelly les miró asombrado, sin
comprender. —¿Mañana? —exclamó—. ¿Mañana por qué? —Porque entonces ya te habrán
comido los buitres —dijo el que acababa de hablar—. ¡Pobres! También ellos
tienen el derecho a la vida. Y fue él quien disparó primero. Todo el cuerpo de
Kelly se convulsionó. Alzó la cabeza. Les miraba con espanto, con incredulidad,
sin comprender, sin querer todavía darse cuenta. Pero le estaban acribillando.
Su cuerpo no era más que un pingajo sangriento cosido a balazos por todas
partes. Los siete hombres lo vieron desplomarse. Luego aún siguieron
disparando, hasta agotar por completo las cargas de sus rifles. Sólo entonces
dieron media vuelta. Y sólo entonces miraron, a lo lejos, los puntos negros de
los buitres.
Silver Kane: Ataúd para una mujer
bonita
Dicen los
entendidos que todas estas novelas eran iguales, que leída una, leídas todas,
pero eso no es del todo cierto. Es verdad que tienen cosas en común: la
ausencia de florituras descriptivas, de reflexiones profundas, de personajes
muy elaborados, debido a que los temas, la longitud de la novela y las entregas
a fecha fija venían impuestos por contrato, pero esa simplicidad aparente no
puede hacernos olvidar la capacidad de seducción y de captar la atención del
lector desde las primeras líneas, lo que desvela una gran destreza literaria,
de de que en mayor o menor medida participan todos los autores. Cuenta Marcial
Lafuente que en una ocasión la editorial tenía preparado el título y la
portada y con esas mimbres el autor tuvo que confeccionar el cesto. Si salir
airoso de ese empeño no es de buenos escritores, que venga Dumas y lo vea.
Pero, también
tienen elementos diferenciadores:
El
primero es la portada. Unas llamativas portadas a todo color, que te
introducían de un golpe de vista en el ambiente que encontrarías en el
interior. Algunas de ellas resultan de gran interés artístico, son sugerentes y
atractivas y pueden dar juego suficiente para diferentes estudios sobre la
época. Son el alma de esta exposición como lo eran también de las novelas.
Otro, los
títulos, unos títulos tremendamente descriptivos, que prometen una aventura
peligrosa, o un drama, o un enigma. Los títulos atrapan al posible lector y le
incitan a imaginar la historia que contienen. Resultan tan apasionantes como
las portadas e igual de sugestivos que aquellas. Aquí va una muestra.
Ayer fui
asesinado
Que me
entierren donde caiga mi sombrero
El hombre
que no era nadie
El planeta
de las mujeres araña
Muy alto,
muy rubio, muy muerto
Luna de miel
con la muerte
Balas para
un sheriff
Ataúd para
una mujer bonita
Podemos
distinguir aún otra diferencia, los personales estilos de los autores, del
humor de Keith Luger, al rigor técnico de Silver Kane; de la desbordante
imaginación de Curtis Garland, al minimalismo descriptivo y la acción sin
tregua de Marcial Lafuente; de las asépticas tramas de Zane Grey, al
elocuente anticomunismo de Carrados y John Lack.
La
biblioteca pública permaneció siempre al margen de este fenómeno lector, tan
denostado en los ambientes literarios y culturales, por lo que resulta
impensable encontrar ejemplares de aquellas novelas en los anaqueles
bibliotecarios. El circuito de lectura de la literatura popular se apoyaba en
el kiosco, no en las bibliotecas, ensimismadas en aquella época, en un concepto
exquisito y elitista de la cultura y la literatura, pero que por obra y gracia
del marketing publicitario se dejaba colar lecturas que en muchas ocasiones
tenían un nivel literario bastante más bajo que las despreciadas novelas de
kiosco.
Afortunadamente,
las bibliotecas hemos comprendido que hay que dar servicio a todos los
públicos, a todos los niveles culturales, a todos los gustos y ahora podemos
encontrar en sus estantes a autores como Ken Follett, Dan Brown, Nora Roberts,
o Danielle Steell, representantes señeros de la actual literatura popular.
Eso es bueno
para la lectura. En mi adolescencia pasé mejores ratos con El Coyote, que
encontraba en los kioscos, que con el inspector Maigret que me ofrecía la
biblioteca. No digo que Simenon fuese mejor escritor que Mallorquí, pero éste
supo atraparme con su literatura mejor que aquél y desde luego se mostró más
accesible. Por eso tengo que agradecer a El Coyote, entre otros, mi pasión
juvenil por la lectura, que me llevaría al pasar de los años a otros autores
menos populares como Kerouac, Kafka, Kundera o Kavafis, autores que llevan en
su nombre, se habrán fijado, la K de kiosco, como para recordarme de donde
proviene mi afición a la lectura.
¿Pero acaso
importa eso? Cada uno lee lo que le apetece, y llega hasta donde puede o quiere
llegar. A la hora del entretenimiento lector, cada cual tiene sus propios
gustos y la lectura de evasión puede mantenerte atrapado toda una vida sin
moverte del género, como aquel hidalgo que se volvió loco de tanto leer novelas
de caballería; o sin moverte del autor: hemos podido conocer a algunos lectores
fieles a Don Marcial Lafuente, y que nada más leen sus novelas; otros a
los que les gustaba la variedad temática y picar de todo un poco ya que oferta
no faltaba: policiacas, de misterio, de ciencia ficción, de viajes, de
aventuras exóticas, de piratas, de amor….; cualquier cosa que permitiera
ampliar la realidad con otros horizontes, con otras vidas, con otras
historias, con otros paisajes, resultaba bienvenida: desde el pliego de cordel,
a los folletines, de la novela por entregas a las truculentas historias de los
seriales radiofónicos que sucedían casi siempre a mujeres obligadas a servir y
humilladas por un señorito ricachón y calavera. Básicamente este era el
argumento de las populares “radionovelas”. En una época en la que la televisión
no estaba presente todavía en los hogares, la radio, junto a la lectura,
entretenían las horas del ocio doméstico desde la posguerra al tardofranquismo.
¿Quién que
pase del medio siglo no se acuerda de esto?
Gozaban de
gran celebridad el autor Guillermo Sautier Casaseca y las voces de los actores
de radionovela, Juana Ginzo, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa o Matilde
Vilariño. Su popularidad permitió pasarlas a imágenes, convirtiéndose en
fotonovelas, con una gran difusión entre amplios sectores de la población de
nuestro país en aquellos años. (Los parientes pobres, Lucecita, la
fugitiva….)
Al fin y al
cabo, tanto unos como otras, no dejan de ser una forma de expresión literaria
puesta al alcance del gran público y que se va adaptando a los medios de cada
época. Hoy son las telenovelas las que ocupan el tiempo de sobremesa de muchos
hogares que aún prefieren las historias de ficción a las manipuladas y
vergonzosas escenas televisadas de los que gustan de airear su vida privada y
negociar con su propia intimidad.
Hoy es ayer
en Peñaranda. Por eso queremos reavivar un fenómeno lector que aún permanece de
forma testimonial y rendir homenaje a los lectores, a los autores, a los
quiosqueros, a los dibujantes de tan coloristas portadas y a un género, el de
la literatura popular, al que debemos el reconocimiento de haber sido capaz de
mantener durante años la afición por lectura.
Hoy, como
ayer, nos seguimos dejando seducir por las historias de los libros.
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