viernes, 17 de enero de 2014

Con K de Kiosco.





El juez clavó en él una mirada odiosa y al mismo tiempo llena de placer, como si ya viera al acusado subiendo los peldaños del patíbulo. —Ben Sullivan —bisbiseó—, se te acusa de haber tratado de robar los fondos al recaudador de contribuciones del Gobierno de este Estado. ¿Qué tienes que decir en tu defensa? —Que no pude robarle, señor. Yo ya metí la mano, pero no saqué ni un dólar. —¿Qué sacaste, entonces? —Una liga que el muy villano llevaba escondida en el bolsillo. —¿Qué...? —Sí, señor juez. Una liga de señorita muy adornada, color azul pálido, con las iniciales «D.L.» —¡Dora Latimer! —aulló el juez—. ¡Una liga de mi hija! La sala prorrumpió en aullidos y aplausos. La gente se subía a los bancos. Hubo uno que casi se colgó de la bandera de los Estados Unidos que obligatoriamente presidía la sala. Otro gritó: —¡Que enseñe la prueba del delito! ¡Que enseñe la prueba del delito! ¡Queremos verla! Latimer tuvo que imponer orden a golpes de martillo, unos golpes tan rabiosos que por poco se carga la mesa. Al fin logró imponer la paz.

Silver Kane. El templo de los pistoleros.


Hubo un tiempo en que la biblioteca era un reducto prácticamente reservado para los notables del lugar. Tenía ese aire de exclusividad de los casinos provincianos, incluso esa atmósfera de templo sacrosanto al que había que entrar en silencio absoluto, con la cabeza descubierta y mostrando el carnet de socio.

Hubo un tiempo en que en los bolsillos del pantalón no se encontraban Kleenex, ni teléfonos móviles, ni pendrives, en aquel tiempo los habitantes de los bolsos eran los pañuelos de tela, el paquete de tabaco, el mechero, y, en muchas ocasiones, una vieja y ajada novela de páginas amarillas que solía convivir en estrecho contacto con el resto de objetos. Tenían preferencia por el bolsillo trasero del pantalón, o el de la chaquetilla de trabajo, o los bolsos de solapa de las americanas. 


Y es que en aquel tiempo, tenía lugar un fenómeno lector de gran vitalidad. Pude ser testigo de ello en mi pueblo, en Peñaranda. Cada día, un continuo goteo de personas acudía a los kioscos de la plaza a cambiar la novela. El cambio de turno en la fábrica de calzado marcaba la hora de mayor afluencia de lectores. A esas horas, en las que la biblioteca estaba cerrada, los kioscos se convertían en dispensadores de lectura. Puede resultar paradójico, pero visto con perspectiva podemos concluir que cumplieron una labor cultural. Se nos escapa si fue de corto o de largo alcance, pero acorde con la precariedad de medios de aquellos años oscuros, logró crear, mantener y fomentar la afición a la lectura, y eso, además de indiscutible, es un hecho que deberíamos ser capaces de agradecer.


No tenemos ni idea de cuántos de aquellos lectores se pasaron a otro tipo de literatura, a otros libros, ni de los que no leyeron jamás otra cosa, lo que sabemos es que la lectura formaba parte de la vida cotidiana de una serie de personas a las que le resultaba difícil acceder a ella de otra manera, y que algunos de aquellos lectores permanecen fieles todavía hoy a la costumbre de leer e intercambiar novelas.

Con motivo de esta exposición, hemos podido rastrear y conocer a algunos de ellos, Anibal, (a decir de todos el más voraz lector de novelas del Oeste, del oeste peninsular), Mendore, Paco Bercial, Paco Martín, Paco López, Miguel Alfayate, Luis el Pardillo, Medes, Pedro Bernal, Manolo El colorao, Pepe Nieto, Remi Prieto, Sebas Salinero, Teodoro…; curiosamente, atrapados todos ellos por un solo género: la novela del oeste. La ciencia ficción, el misterio, las de espías o detectives no tuvieron muchos adeptos entre los peñarandinos. Se me escapan las razones de dicha preferencia. Solo he podido encontrar un lector que se decantara por la ciencia ficción, Pepe El huevero. Debe ser que los habitantes de esta tierra también nos sentimos pioneros de un territorio hostil, de un paisaje árido, de un terreno inmisericorde que no admite medias tintas; que no nos resulta muy lejana la imagen del cacique poderoso y abusón que piensa que todo se consigue a base de atemorizar al personal; ni la del llanero solitario y quijotesco que se enfrenta a las injusticias y que forma parte también de nuestra tradición literaria; y que no podemos dejar de sentir cierta afinidad por los tipos duros que se ganan la vida jugándose el pellejo por un amor, por una deuda, por una afrenta. Perteneciendo como pertenecemos, al lejano oeste peninsular, algo tendremos en común con aquellos pistoleros que resolvían a tiros sus diferencias.



En efecto, se notaba que Kelly acababa de entrar en la vida, aunque lo hubiera hecho con mal pie. En sus mejillas apenas había empezado a nacer la barba. En cambio los que le apuntaban eran hombres hechos y derechos. Vaqueros de postín. Gente que tenía un buen empleo, que dormía bajo techo y que comía todos los días. Kelly balbuceó: —Se lo suplico. Tengan piedad de mí.
El que parecía mandar el grupo susurró: —Para eso hemos venido, muchacho.
—¿Me llevarán a… a la ciudad?
—Claro.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Kelly les miró asombrado, sin comprender. —¿Mañana? —exclamó—. ¿Mañana por qué? —Porque entonces ya te habrán comido los buitres —dijo el que acababa de hablar—. ¡Pobres! También ellos tienen el derecho a la vida. Y fue él quien disparó primero. Todo el cuerpo de Kelly se convulsionó. Alzó la cabeza. Les miraba con espanto, con incredulidad, sin comprender, sin querer todavía darse cuenta. Pero le estaban acribillando. Su cuerpo no era más que un pingajo sangriento cosido a balazos por todas partes. Los siete hombres lo vieron desplomarse. Luego aún siguieron disparando, hasta agotar por completo las cargas de sus rifles. Sólo entonces dieron media vuelta. Y sólo entonces miraron, a lo lejos, los puntos negros de los buitres.

Silver Kane: Ataúd para una mujer bonita


Dicen los entendidos que todas estas novelas eran iguales, que leída una, leídas todas, pero eso no es del todo cierto. Es verdad que tienen cosas en común: la ausencia de florituras descriptivas, de reflexiones profundas, de personajes muy elaborados, debido a que los temas, la longitud de la novela y las entregas a fecha fija venían impuestos por contrato, pero esa simplicidad aparente no puede hacernos olvidar la capacidad de seducción y de captar la atención del lector desde las primeras líneas, lo que desvela una gran destreza literaria, de de que en mayor o menor medida participan todos los autores. Cuenta Marcial Lafuente que en una  ocasión la editorial tenía preparado el título y la portada y con esas mimbres el autor tuvo que confeccionar el cesto. Si salir airoso de ese empeño no es de buenos escritores, que venga Dumas y lo vea.  

Pero, también tienen elementos diferenciadores:

El  primero es la portada. Unas llamativas portadas a todo color, que te introducían de un golpe de vista en el ambiente que encontrarías en el interior. Algunas de ellas resultan de gran interés artístico, son sugerentes y atractivas y pueden dar juego suficiente para diferentes estudios sobre la época. Son el alma de esta exposición como lo eran también de las novelas.

Otro, los títulos, unos títulos tremendamente descriptivos, que prometen una aventura peligrosa, o un drama, o un enigma. Los títulos atrapan al posible lector y le incitan a imaginar la historia que contienen. Resultan tan apasionantes como las portadas e igual de sugestivos que aquellas. Aquí va una muestra.

Ayer fui asesinado
Que me entierren donde caiga mi sombrero
El hombre que no era nadie
El planeta de las mujeres araña
Muy alto, muy rubio, muy muerto
Luna de miel con la muerte
Balas para un sheriff
Ataúd para una mujer bonita

Podemos distinguir aún otra diferencia, los personales estilos de los autores, del humor de Keith Luger, al rigor técnico de Silver Kane; de la desbordante imaginación de Curtis Garland, al minimalismo descriptivo y la acción sin tregua de Marcial Lafuente; de las asépticas tramas de  Zane Grey,  al elocuente anticomunismo de Carrados y John Lack.

La biblioteca pública permaneció siempre al margen de este fenómeno lector, tan denostado en los ambientes literarios y culturales, por lo que resulta impensable encontrar ejemplares de aquellas novelas en los anaqueles bibliotecarios. El circuito de lectura de la literatura popular se apoyaba en el kiosco, no en las bibliotecas, ensimismadas en aquella época, en un concepto exquisito y elitista de la cultura y la literatura, pero que por obra y gracia del marketing publicitario se dejaba colar lecturas que en muchas ocasiones tenían un nivel literario bastante más bajo que las despreciadas novelas de kiosco.

 

Afortunadamente, las bibliotecas hemos comprendido que hay que dar servicio a todos los públicos, a todos los niveles culturales, a todos los gustos y ahora podemos encontrar en sus estantes a autores como Ken Follett, Dan Brown, Nora Roberts, o Danielle Steell, representantes señeros de la actual literatura popular.

Eso es bueno para la lectura. En mi adolescencia pasé mejores ratos con El Coyote, que encontraba en los kioscos, que con el inspector Maigret que me ofrecía la biblioteca. No digo que Simenon fuese mejor escritor que Mallorquí, pero éste supo atraparme con su literatura mejor que aquél y desde luego se mostró más accesible. Por eso tengo que agradecer a El Coyote, entre otros, mi pasión juvenil por la lectura, que me llevaría al pasar de los años a otros autores menos populares como Kerouac, Kafka, Kundera o Kavafis, autores que llevan en su nombre, se habrán fijado, la K de kiosco, como para recordarme de donde proviene mi afición a la lectura.

 
 
¿Pero acaso importa eso? Cada uno lee lo que le apetece, y llega hasta donde puede o quiere llegar. A la hora del entretenimiento lector, cada cual tiene sus propios gustos y la lectura de evasión puede mantenerte atrapado toda una vida sin moverte del género, como aquel hidalgo que se volvió loco de tanto leer novelas de caballería; o sin moverte del autor: hemos podido conocer a algunos lectores fieles a Don Marcial Lafuente, y que nada más leen sus novelas;  otros a los que les gustaba la variedad temática y picar de todo un poco ya que oferta no faltaba: policiacas, de misterio, de ciencia ficción, de viajes, de aventuras exóticas, de piratas, de amor….; cualquier cosa que permitiera ampliar la realidad con otros horizontes, con otras vidas,  con otras historias, con otros paisajes, resultaba bienvenida: desde el pliego de cordel, a los folletines, de la novela por entregas a las truculentas historias de los seriales radiofónicos que sucedían casi siempre a mujeres obligadas a servir y humilladas por un señorito ricachón y calavera. Básicamente este era el argumento de las populares “radionovelas”. En una época en la que la televisión no estaba presente todavía en los hogares, la radio, junto a la lectura, entretenían las horas del ocio doméstico desde la posguerra al tardofranquismo.

¿Quién que pase del medio siglo no se acuerda de esto?  




Gozaban de gran celebridad el autor Guillermo Sautier Casaseca y las voces de los actores de radionovela, Juana Ginzo, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa o Matilde Vilariño.  Su popularidad permitió pasarlas a imágenes, convirtiéndose en fotonovelas, con una gran difusión entre amplios sectores de la población de nuestro país en aquellos años.  (Los parientes pobres, Lucecita, la fugitiva….)


Al fin y al cabo, tanto unos como otras, no dejan de ser una forma de expresión literaria puesta al alcance del gran público y que se va adaptando a los medios de cada época. Hoy son las telenovelas las que ocupan el tiempo de sobremesa de muchos hogares que aún prefieren las historias de ficción a las manipuladas y vergonzosas escenas televisadas de los que gustan de airear su vida privada y negociar con su propia intimidad.

Hoy es ayer en Peñaranda. Por eso queremos reavivar un fenómeno lector que aún permanece de forma testimonial y rendir homenaje a los lectores, a los autores, a los quiosqueros, a los dibujantes de tan coloristas portadas y a un género, el de la literatura popular, al que debemos el reconocimiento de haber sido capaz de mantener durante años la afición por lectura.  

Hoy, como ayer, nos seguimos dejando seducir por las historias de los libros.


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