martes, 22 de abril de 2014

Autorretrato lector



En mi casa no había televisión. Quizá por eso me hice lector. Tampoco había libros. Bueno, en realidad había un libro de cuentos infantiles, que releí cientos de veces y que se titulaba Para mi hijo. Recuerdo también algún cuento de Calleja, y un Quijote sin pastas que leía con voracidad en las tardes invernales de mi infancia. En casa también había una Biblia, que comenzaba por el Génesis y terminaban en el Apocalipsis, como todas las biblias, y que leí sistemática y ordenadamente de pe a pa. Me gustaba hacer incursiones lectoras en el libro de los Proverbios, o en el Deuteronomio, porque encontraba sentencias que me desconcertaban, creyendo, como creía entonces, que lo que allí ponía era palabra de dios, como lo de cortar la mano al ladrón o lapidar a las mujeres adúlteras, o vender como esclavas a las hermanas que deshonraban a la familia. Aprendí que para el dios de los judíos era mucho más importante una oveja que una mujer. Y posiblemente llegué a creérmelo, reforzado por El Promotor de La Sagrada Familia, El Santo, o la revista del Padre Damián, únicas lecturas que entraban en casa. La tele seguía sin llegar, pero por aquel entonces no creo que me importase mucho, porque descubrí los tebeos: Pulgarcito, TBO, Din Dan y otras cabeceras juveniles. Si caía enfermo siempre aprovechaba la circunstancia para pedir tebeos, porque de otra manera no me los compraban, básicamente porque había que atender otras necesidades. Tenía sin embargo un vecino de mi edad, que además de televisor, guardaba una buena colección de álbumes del Capitán Trueno y El Jabato. Ni que decir tiene que nada más salir de clase, cogía la merienda y me subía a casa de mi vecino a vivir aventuras subido en un drakkar  vikingo con la bella Sigrid de Thule, o montando en los globos aerostáticos del mago Morgano y en cualquier caso, viviendo experiencias alucinantes en lejanos países de nombres exóticos, o surcando mares en los que las galernas eran frecuentes, naufragando en una tempestad y salvando desvalidas doncellas o poblaciones oprimidas por los poderosos en los confines del orbe. Un tebeo era el único pasaje necesario para viajar por el mundo y volver a casa a la hora de la cena.

Debía tener 11 años cuando cayó en mis manos el primer libro de Enid Blyton, se llamaba Misterio del vagabundo. Aún lo conservo. Después vinieron el Club de los cinco, los siete secretos...,  Blyton, la tantas veces denostada Blyton me hizo lector, como a tantos de mi generación. Desde aquí la reivindico. Alucinaba leyendo como chicos de mi edad salían de acampada, organizaban sus vacaciones sin adultos, vivían aventuras impensables, y sobre todo, desayunaban pasteles de jengibre, mermeladas de mil sabores, tartas, galletas, bacon,  huevos y también algo que llamaban rosbeef. En mi particular imaginario gastronómico  todas esas viandas han quedado grabadas como algo tan exótico como la libertad que parecían gozar unos chavales de la Inglaterra de postguerra, tan alejada del empobrecido, ultracatólico  e hiperprotector ambiente en el que yo me desenvolvía. A veces, desayunando en algún hotel de buffet libre, me vienen a la cabeza los libros de Los cinco y me acerco a por otra tanda de huevos con tocino. 


Un día descubrí la biblioteca. Allí habitaban nuevos héroes: Sandokan, Tom Sawyer, el capitán Hatteras, Nemo. Ivanhoe, Los hijos del capitán Grant..., Verne, Salgari, Twain, Fenimore Cooper, Walter Scott, empezaron a llenar mis espacios de ocio y mi cabeza de fantasías. Otros mundos infinitos se abrían para mí. Leía, leía, leía, siempre que tenía un rato, en la mesa, en la cama, en el servicio, incluso en clase. La adolescencia me trajo otros autores, otras lecturas. Pasé, en la edad prohibida, por aquellos libros para adolescentes de Martín Descalzo, me enganché después a las clásicos, a la poesía, al teatro, cualquier género me venía bien, cualquier estilo: El realismo, el naturalismo, los autores rusos... Para cuándo mi padre compró una televisión en blanco y negro de segunda mano, yo andaba ya por Sthendal, Balzac, las hermanas Bronté, Mary Shelley, Dickens, Dumas, Lampedusa… y hacía incursiones en la filosofía y en la historia. Platón, Nietzsche, Sartre, Preston, Duby, Benassar. Me dejé seducir por  los escritores malditos, Verlaine, Baudelaire, Bukovsky, Rimbaud, Sade, Horacio Quiroga, pero quizá mi experiencia literaria más intensa fue el descubrimiento de la narrativa hispanoamericana, principalmente Cortázar, Rulfo, Monterrosso, Carpentier y sobre todo el literato completo, el genial García Márquez. Algunos cientos de libros después la literatura me regaló a Saramago, el autor que más me ha marcado, que más me ha hecho pensar, que más he admirado. Leí con fruición, con voracidad, todo lo que caía en mis manos, durante años. Con la edad selecciono más lo que quiero leer, me deleito con Maalouff, Kundera, Galeano, Millás y tantos otros, que me han ido enriqueciendo en cada página. Si un libro no me atrapa en las primeras páginas, lo abandono sin ningún remordimiento, aunque a veces vuelva a darle una segunda oportunidad. En ocasiones leo, incluso, con el televisor encendido. Será por eso que se me atraganta Borges, que no he podido con el  Ulises de Joyce y que no soy capaz de pasar de las primeras páginas de La Divina Comedia, pero ya encontraré el momento, aunque para ello tenga que poner la tele de cara a la pared.

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