jueves, 1 de marzo de 2018

Nociones de piratería comparada

I - Yo fui pirata...todavía


Si los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios,
De barcos, islas, perdidos Robinsones
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:
-¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
O con Cooper y atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas
Junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños
Robert Louis Stevenson



Desde que tuve uso de razón quise ser pirata. No podía imaginar nada más emocionante. Los piratas no se aburren nunca. Cuándo no están surcando los mares tras algún galeón español cargado de oro, se entretienen  buscando tesoros en islas llenas de palmeras o viendo la vida pasar en las tabernas del puerto, rodeados de camaradas, soñando con sentar la cabeza y bebiendo ron. Para los ojos de un niño, no había mejor plan. Me imaginaba tumbado en una playa de arenas blancas, con un pantalón de rayas y amplia camisola abierta al pecho, con los pelos largos y las uñas sucias. Eso era vida, sí señor. Nada de hacer deberes al salir de la escuela, ni hacer los recados, ni ir a echar a comer a los cerdos, ni limpiar las zahúrdas. No creo que a un pirata le hiciesen bromas por tener las orejas grandes, ni por llevar los pantalones zurcidos. La vida de los piratas era el no va más para cualquier niño. Ni siquiera la de Julito, que tenía un armario lleno de juguetes, unos padres que le llevaban de vacaciones y un tío viviendo en Suiza, que le traía relojes, juguetes de madera y chocolatinas enormes se acercaba lo más mínimo a la apasionante vida de un pirata. Un pirata surca los mares cada vez que le viene en gana y puede tumbarse en una hamaca de cubierta, o bañarse cuando le apetezca en las aguas azules del Caribe sin tener que esperar a que sea sábado. No ha de estar preocupándose de dónde se sienta para no manchar los pantalones, incluso come directamente con las manos y se limpia los berretes con la manga de la casaca. Algunos llevan un loro sobre el hombro y le enseñan a hablar y a decir palabras gruesas. Se dejan crecer la barba y en lugar de peinarse pueden recogerse el pelo en una coleta, u ocultarlo bajo un pañuelo. Nadie les va a criticar por ello. Pueden dejarse barba, o pueden afeitarse, según convenga. Para ellos tales cosas no tienen ninguna importancia.  Por eso cantábamos en los recreos o en las excursiones aquella canción que era casi un himno:



La vida pirata es la vida mejor
Se vive sin trabajar, (sin trabajar)
sin estudiar, (sin estudiar)
¡Con la botella de ron!
Soy capitán (soy capitán)
de un barco inglés, (de un barco inglés)
y en cada puerto tengo una mujer….


Lo peor que tienen los piratas es que pueden dejarse una mano en cualquier abordaje, o perder un ojo, cosa muy corriente debido a las astillas de madera y a la metralla de los combates navales, e incluso una pierna, aunque los piratas no se amilanan por tan poca cosa. En las bodegas del barco siempre hay una buena colección de garfios, de patas de palo y de parches de ojo.  Incluso, en el código pirata, un mutilado tiene derecho a cobrar una cantidad como compensación al sacrificio de dejar partes de sí mismo en la refriega.  Ahora bien, no vayáis a pensar que todos los piratas que llevan un parche en el ojo lo hacen porque sean tuertos. No, no es eso. En las operaciones de asalto y abordaje, los marineros asignados a la santabárbara no podían subir a cubierta sin taparse uno de sus ojos, para tenerlo siempre acostumbrado a la visión casi nocturna de bodegas y pañoles. Igual  que si los véis con un aro en la oreja no debéis creer que lo hacen por ornamento, sino que cada aro representa las veces que se ha cruzado el Cabo de Hornos.
Como véis, no es la estética algo que preocupe mucho a la tropa pirata. Sin embargo,  siempre los caracterizó su pasión por la libertad. Ser libres y vivir sin ataduras son sus señas de identidad. Tan solo el Código de honor de la hermandad pirata, sellado con un juramento sobre una botella de ron  y un hacha de abordaje y rubricado con un trago pone límites a un pirata que se precie de serlo..


Por eso, siempre que podía, me escapaba con ellos, ya fuera en las frías tardes de los sábados invernales, o en las horas letárgicas de la siesta estival o de forma más frecuente, a la salida de la escuela. No había cosa más emocionante que pasar un rato en su compañía. Cualquier cosa podía suceder. Con un bocadillo en una mano y un libro en la otra, limpié cubiertas y sentinas, vigilé desde el carajo en lo alto de las cofas, trepé a las vergas para recoger las velas, me puse al remo de bateles y chalupas que se acercaban hasta el puerto desde el fondeadero, y realicé todo tipo de tareas hasta convertirme en un avezado grumete, pero ante todo, tuve ocasión de mezclarme con ellos y ser testigo de su peculiar forma de vida y visitar lugares que ni siquiera hubiese imaginado que existiesen. Tan pronto me encontraba en Malasia, Indonesia o Filipinas, como  me perdía en lugares exóticos sin ni siquiera salir de casa. Salgari me dio la oportunidad de conocer las junglas indias, las selvas de Borneo, los manglares indonesios, a los malvados thugs, adoradores de la diosa Khali y los mares del sudeste asiático, con unos guías legendarios: Sandokán, el tigre de Malasia, y su inseparable Yáñez, un portugués que acaba siendo marajá consorte. No existen mundos paralelos, ni realidad virtual que puedan igualarse con aquellas tardes de febril ensoñación. Viví como una pérdida propia la muerte de Lady Mariana, la perla de Labuán, que  nos dejó a Sandokán y a mi mismo sumidos en la más absoluta desesperación.


Busqué otros horizontes, otros paisajes: Había oído hablar de Las Antillas y de los piratas que habitaban las cálidas aguas del Caribe. Hasta allí viajé siguiendo la estela de un afamado noble italiano, Emilio di Roccanegra, señor de Ventimiglia, reconvertido a pirata para vengar la muerte de su hermano a manos del malvado gobernador de Maracaibo, el flamenco Wan Guld. En el primer capítulo de la obra, El Corsario Negro, pues de él se trata, se entera de  la muerte en la horca de sus otros dos hermanos, el Corsario Verde y el Corsario Rojo, por orden de su adversario. La aventura está servida. Ahora solo falta que el Corsario caiga rendido a los pies de una mujer. Y lo hace. Se enamora de la hija de su acérrimo enemigo: Honorata de Wan Guld. Cada rato libre, cada tarde, surcaba el Caribe en tal compañía.





Allí aprendí que piratas, filibusteros, bucaneros y corsarios no son la misma cosa, aunque lo parezcan. Todos ellos son considerados como ladrones del mar, si bien los bucaneros eran comerciantes que se asentaron en las zonas desiertas de La Española y dedicaban sus esfuerzos a la caza de ganado, del que preparaban su carne ahumándola en grandes parrillas. Esta carne o boucan, así tratada podía conservarse durante varios meses y ser vendida a los navegantes que frecuentaban la zona. La presión de las autoridades españolas para que pagasen impuestos a la corona convierte a muchos de ellos en piratas.
Los filibusteros son los piratas caribeños, que agrupados en la Cofradía de los Hermanos de la Costa, se refugian en La Tortuga o Santo Domingo. A veces son utilizados por los monarcas europeos para causar daño a los enemigos de turno, convirtiéndose así en una especie de corsarios. Dentro de la piratería, el corsario actuaba bajo el amparo de la ley y la tutela y protección de las corona inglesa, holandesa o francesa. En caso de ser capturados tenían derecho a ser tratados como soldados. La patente de corso les autorizaba a asaltar barcos y enclaves de las potencias peninsulares con el fin de entorpecer la actividad comercial y de paso obtener algún botín. Fueron famosos corsarios, Walter Raleigh, Francis Drake o Henry Morgan con el que viví alguna aventura inolvidable. También tuve ocasión de acompañar a Morgan cuando asoló Maracaibo y aún tengo un recuerdo nítido de aquellos días:


Avistamos la barra de Maracaibo a primeros de marzo de 1668 y tras una incursión nocturna al castillo que defendía la entrada a la bahía, que tomamos sin apenas resistencia, los 13 barcos de Morgan, con una tripulación de 500 hombres y un pequeño grumete, fondeamos en la bahía de Maracaibo. La ciudad había sido abandonada por sus habitantes. Morgan decidió formar grupos para ir tras ellos y arrebatarles joyas, caudales y otros objetos de valor. En estas andábamos, cuando se presentaron por allí tres barcos españoles de la Armada de Barlovento, que fondearon en la barra para bloquear la salida, dejándonos atrapados en una ratonera. Morgan utilizó un brulote para hacer estallar dos de las naves que cerraban el paso y tomó al abordaje la tercera. Aún quedaba sortear el fuerte de San Carlos, situado a la salida del lago de Maracaibo. Tras diversas escaramuzas, y cuando todo parecía perdido para los filibusteros, Morgan, engañó a los españoles haciéndoles creer que iniciaba un asalto por tierra, logrando que los cañones del castillo dejasen de apuntar hacia el mar y franqueando así la salida de su flota hacia el Mar Caribe.


También estuve presente en el famoso saqueo de Panamá, dos años después,
175 mulas cargadas de oro, plata y joyas fueron el botín obtenido. Se calcula que a Morgan le correspondieron mil libras, dinero suficiente para adquirir tierras en Jamaica y beber ron en las cantinas de Port Royal hasta el final de sus días.

Pero mi auténtica devoción por los piratas se desveló cuando conocí a Jim Hawkins, un muchacho de mi edad, hijo del dueño de la taberna conocida como Almirante Benbow. Allí se ocultaba el viejo pirata Billy Bones, lugarteniente y depositario del plano del tesoro del capitán Flint. Un mal día fueron en su busca: “Perronegro”, Johnny, Dirk, Pew y un terrible pirata ciego y cojo, portador de la marca negra, y me embarqué en la más apasionante aventura que nunca hubiese soñado: la búsqueda y el rescate del tesoro del capitán Flint, junto a Smollet, el doctor Livesey, Gray, Ben Gunn y el pirata John Silver. Me resulta imposible expresar con mis palabras las cosas que viví durante aquellos días, por eso tomo prestadas las del viejo Billy Bones. “Con estos ojos he visto tierras que abrasaban como la pez hirviendo, y a mis compañeros caer muertos como moscas con el vómito negro, y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por terremotos.”  Sólo me resta añadir que sentí punzadas de miedo en estómago hasta el punto de quedar paralizado, que supe optar por  arriesgar mi vida para salvar la de un compañero, que luché con arrojo encomendando mi alma a Belcebú, pero que regresé a casa a la hora de cenar con la experiencia acumulada de un hombre adulto con apenas 15 años, pero marcado para siempre con el carácter libertario de la hermandad de la bandera negra ¿Te lo quieres perder?



II - Del cofre a la cuenta corriente: Corsarios sin bandera

Los llamaban piratas y eran proscritos, pero sus rapiñas no eran nada en comparación con el robo a gran escala que ejercían los corsarios en nombre del rey inglés y amparados por la ley, y desde luego, tan solo eran el chocolate del loro de lo que los españoles esquilmaban en Tierra Firme, en El Caribe, en el Golfo de Méjico y en todas las tierras americanas a su alcance. Al fin y al cabo, quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. O al menos debería tenerlos, pero penosamente, son los ladrones oficiales los que retuercen las leyes a su favor y cargan las culpas de sus pecados sobre las espaldas de los desfavorecidos. Hoy me han vuelto a la cabeza  todas aquellas historias cuando he escuchado en las noticias que Panamá vuelve a estar infestada de ladrones. Parece que la querencia de los corsarios por El Caribe e islas aledañas no se ha modificado un ápice. Eso sí, ahora no llevan pañuelo a la cabeza, ni banderas negras izadas en el palo mayor de los navíos, ni sables de abordaje, ni tapan su ojo con un parche, ni necesitan un cofre para guardar los tesoros, pero con una corbata al cuello, una pluma estilográfica, una banderita española en alguna parte del atuendo y unas gafas Rayban, juntan en sus cuentas corrientes (mejor dicho, opacas; cuenta corriente es la mía, corriente y moliente) el fruto de sus rapiñas, de sus mordidas, de comisiones ilegales, del saqueo al que someten a la caja común.


Al igual que los antiguos corsarios tienen la protección de las leyes pero adicionalmente, ahora también la facultad de comprar al legislador. Puestos a elegir, me quedo sin dudarlo con aquellos piratas de leyenda, que al menos se regían por un estricto código del honor que les prohíbía mentir, robar a un compañero o engañar en el reparto del botín. Su castigo no era otro que el de ser abandonado como cimarrónes en una isla desierta, con una botella de agua y alguna munición, después de haber sido pasado por la quilla. ¡Qué menos!

Ya hace algún tiempo que dejé de frecuentar las historias de piratas, pero su propia mención me evoca momentos tan inolvidables, aventuras tan gloriosas, palabras tan sonoras, canciones tan pegadizas, poemas tan brillantes, viajes tan maravillosos, que en su memoria vengo a declararme bibliotecario pirata y homenajeando a la mía, visto mi avatar con la indumentaria y el aspecto de un pirata del Caribe. Y haciendo honor a esta honorable cofradía y a mi altruista oficio, pongo a vuestra disposición algunas de las obras que me convirtieron en lo que soy. Desde luego, son obras que pueden descargarse libremente de la red gracias a la generosidad de Libros en red y otros. Esto, por lo tanto y aunque pudiera parecerlo, no es un acto de piratería. Sí que es propio de corsarios, en mi opinión, cobrar 15€ por un simple PDF con DRM. Pero al igual que todos los ladrones, ya se arrepentirán cuando a medianoche se despierten sobresaltados oyendo la voz de ultratumba del capitán Flint que chilla en sus oídos:
¡Doblones! ¡Doblones!




Notas:

  1. Un brulote (del francés brûlot) es una embarcación cargada de materiales explosivos, combustibles e inflamables como pólvora o fuego griego, y dotado de arpeos en los penoles de sus vergas y del bauprés. Se destinaban a incendiar los buques de guerra enemigos fondeados o a destruir las obras de los puertos y los puentes tendidos sobre los ríos
  2.  Todo aquel que desee recrearse en el ambiente de la piratería caribeña debería conocer esta historia, narrada en primera persona por el mismísimo Jim Hawkins y que lleva por título La isla del tesoro. Un tal Stevenson la recogió y la puso en un libro.